viernes, 10 de mayo de 2019

Lluvia I


Si escarbo en mi memoria,  el primer recuerdo de la lluvia que tengo es en Santa Cruz o San Rafael Pie de la Cuesta pero son recuerdos rebuscados. Al pensar en lluvia, el primer recuerdo natural que aflora es de algún texto de Virgilio Rodríguez Macal. Quizás de ahí devenga mi gusto por los temporales.
                                  
La tempestad nos asaltó en plena cena en un rancho a orillas del lago de Izabal y no dudo que no haya lugar más idílico para fabricar un recuerdo sobre la lluvia que esa fracción del Caribe. El aguacero no amainó en buen rato. Joaquín ya mostraba signos de sueño por lo que, en vista que la lluvia sería cosa de toda la noche, pedí una toalla para envolverlo y llevármelo a la pieza, no obstante,  el mesero ofreció un paraguas.

Dos recuerdos tengo de la lluvia: el primero todos a bordo del Datsun enfilando de noche desde la capital hacia la casa del Padre Alfonso en San Marcos. El parabrisas era incapaz de evacuar del windshield todo el diluvio que nos caía. Íbamos todos metidos en esa cabina, mi mamá se esmeraba por limpiar el vaho del vidrio con Diego en brazos y a momentos mi papá detenía la marcha a la espera de un relámpago que le indicara la ruta  con el reproche de ella que se trataba de un área donde guerrilla y Ejército solían salir al paso a cometer sus atrocidades. Recuerdo bien que por ese entonces,  el Ejército había tomado la finca del padre para montar una base  militar y desplazado sus vacas a un pedazo de potrero que le habían dejado. Yo no entendía de qué iban las pláticas  por lo general dadas a susurros.


Comencé a avanzar bajo la lluvia con Joaquín en brazos y su expresión fue de total asombro, el bebé borró el aburrimiento de su rostro al ver las gotas tan cerca.  Con sus manitas buscaba las gotas que amenazaban con atravesar la tela del paraguas,  buscaba el chorro que escurría y veía el riachuelo a mis pies escasamente iluminado por un foco que asemejaba un candil en el que se dibujaba un puntillismo al ser golpeado por los goterones cuando discurría lodoso. A la vez le robaba la atención el batir de las palmas por la tempestad.
                                  
Su experiencia con la lluvia se reducía a la imagen dibujada a través de la ventana de la casa o del carro. Hoy la lluvia la sentía envuelto en una toalla, oyendo las gotas estrelladas a la tela de la sombrilla. De pronto un rayo rasgaba brevemente en dos el cielo e iluminaba con su destello todo el lago con  la forma de trazo de línea de mapa. Todo lo veía, todo lo sentía con los ojos desorbitados y estirando el brazo para también tocarlo.


La llegada fue tortuosa,  la tormenta no permitía oír ni la bocina , ni el timbre,  o eso dijo el sacerdote cuando mi papá le contaba que casi derribaba el portón a nudillos y silbidos como si aquello fueran los muros de Jericó. 
Por fin aquel escándalo llegó a sus oídos y salió enfundado en una capa amarilla.  Su semblante era de susto.


Al ver aquella expresión en mi hijo supuse que a falta de poder congelar el momento,  podía, al menos alargarlo y decidí entonces pausar mi andar y contemplar ambos la lluvia que había venido a refrescar esos cuarenta grados Celsius que no refrescaba ninguna cerveza. 
En un reflector a diez pasos de distancia comenzó a aglomerarase una nube de palomillas que volaban enloquecidas alrededor de su luz.  Morían instantes después dejando una alfombra de cadáveres que le habría arrancado las lágrimas a esos animalistas de cristal que ahora pululan. Ese espectáculo también robaba la atención de las pupilas del bebé que contemplaba absorto ese enjambre a media tormenta que moría en el acto.


El sacerdote nos hizo pasar y nos metió a todos en un cuarto y encendió un televisor grande que tenía un volumen exagerado.  Mis papás supusieron que aquello era algún tipo de precaución debido a la situacion con los militares y esa fama de comunista que gozaba. Años después, ya en mi adultez, me enteré que el famoso padre era un don Juan y automáticamente entendí, a las décadas, que aquello seguramente era la ocultación de algún affaire.

Continuará 




domingo, 2 de diciembre de 2018

Cambio


¿”Por qué se ha de temer a los cambios? Siendo toda la vida un cambio, ¿Por qué hemos de temerle”? Se cuestionaba así  George Herbert hace cuatro siglos y su aseveración guarda una gran vigencia. En su refranero filosófico, de ese modo, simple y coloquial, ponía sobre el tapete de la discusión los temores que generan los cambios, que muy frecuente e injustamente se asocian a cuestiones inmanentes del ser humano, cuando en realidad corresponden, meramente a acomodamientos tácitos. Digo injusto porque el hombre nunca ha sido reacio a los cambios, lo han sido los individuos a los que les conviene no cambiar. Herbert fue un sacerdote, político y filósofo inglés que lo supo entender. Un pensador que dedicó gran parte de su vida a comprender cuestiones de la vida para transmitirlas en lenguaje coloquial, entendible en frases cortas como la arriba descrita pero cargadas de verdad que muchos quisieron, por ese detalle simplista, negarle el carácter filosófico que inunda sus escritos. Un descrédito inmerecido, propio de las mentes conservadoras, tradicionalistas y dogmáticas que basan su punto en la comodidad y conveniencia que les brinda o pueda brindar la estaticidad, apalancándose para ello, en la desinformación e ignorancia.
Siendo la naturaleza un todo cambiante, irónico es pretender apelar a lo estático, de no haber sido así muy probablemente ni siquiera viviríamos como los cavernícolas dado que jamás habríamos mutado ese largo proceso que nos llevó de organismos unicelulares a simios. Y digo ni siquiera, porque tuvo que suceder una serie de cambios previo a la vida, previo al organismo unicelular, previo al chimpancé, al hombre de las cavernas que nos antecede. El que no cambia, perece y si el que se opone detenta la decisión y el poder, su necedad hará perecer a los suyos a beneficio propio.
La comodidad deviene a la pereza y la pereza, a la estulticia. Es más simple controlar un grupo de desinformados que a un grupo de despiertos, de ahí la importancia de mantener a las mentes no cultivadas, de tenerlas distraídas, embelesadas en nimiedades que permitan tener al foco de la crítica alejado de las cosas que convienen únicamente al que el cambio irrita. De ahí la estrategia del criticado de atacar la reputación del crítico honesto, de ahí el silencio de los críticos porque para el honesto no hay más valía que la honorabilidad y ponerla a merced del menoscabo del pícaro, supone, un altísimo precio. Está, sin embargo, el que no calla, el que resiste el embate de la calumnia en aras de la verdad, al que se le ataca visceralmente con falsedades, el que no claudica. Muchos han perecido a lo largo de la historia cuando las detracciones no fueron suficientes y se recurrió a la eliminación física por la ofensa de decir la verdad.
El hombre no es reacio al cambio, lo han hecho creer así;  el cambio no está en sus manos, es algo que no le pertenece, es algo de lo que únicamente forma parte y del cual es prescindible. Sáquesele un grano de arena a la playa y no dejará de ser playa, ni mil, ni un millón de granos lo harán. A ese nivel forma parte el hombre de la vida, de su entorno. Oponerse al cambio, supone no una ocurrencia, sino una aberración. Absurdo es negarse al cambio pues este no pertenece al hombre, el hombre pertenece al cambio.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Vueltas



Comienza todo con un fragor repentino, no en el ambiente, sino en los pensamientos; me he detenido, de pronto a contemplar la nada, mi vista puesta en un punto en el aire, así sin más. Mi mente comienza a azotarse en un vendaval de reminiscencias. De pronto ha comenzado a hacer olas de recuerdos ya podridos. Pareciera no situarse más en el presente y ha cedido a lo que pareciera ser un reembobinado de recuerdos truculentos que me sitúa pronto en una inevitable situación de memoria de la cual no tengo frenos. Comienzo, pues, mis diálogos internos, los que hacía lustros, décadas, no sucedían. Se vuelcan inevitables como la tos, sacudiendo recuerdos que revuelven otros. Para entonces cerrar los ojos no basta, apretar los puños contra la boca del estómago pareció alguna vez funcionar; sin embargo, la frecuencia en el uso de dicho antídoto, demostró que ese remedio jamás podría ampararse en dicotomías de ese tipo, no pudiendo apoyarse en los efectos de alivio aparentes de una mera sugestión física, aspectos sino inmanentes, cuando menos mentales.

Siguió, pues, aquel vendaval haciéndome dar de bruces con lo que primero tuviera enfrente, alejándome del pensamiento recetado por aquel galeno para mitigar esa oleada intempestiva de pensamientos revueltos que, por lo general, finalizaban lanzándome a un espiral enloquecido por donde caía en infinitas vueltas hasta quedar desmayado sobre mi almohada, escupiendo o hartándome el vómito, inconsciente y amnésico.

Me sitúa aquello en una enloquecida sucesión de imágenes cuadro por cuadro sin guardar un orden establecidos, sin  ninguna lógica al enarbolar su macabro desfile. Seguramente yo siga, de momento, con la vista puesta en la nada, muy seguramente también estaré apretando los párpados arrancado de algún sueño profundo en la orilla de mi jergón en ciega búsqueda de la orilla para dar con el suelo y poner fin a la sensación de caída en rosca fina. Nunca había sucedido despierto.  El problema al suceder no estando dormido es que no tan fácil se olvida.

La mente me dribla, me orilla y me empuja y las letras no son para nada medicina. Los momentos largos de paz asoman, cuando de la pluma y la tinta me alejo, “precaución con la escritura porque abre puertas que la misma escritura no sabe cerrar” me dijo el maestro escritor, pero el necio, cual adicto, cae y recae aún a sabiendas que su testa de ello pende…

domingo, 1 de octubre de 2017

Poema para ti

Un día te escuché
al otro solo te vi
en un monocromo fiel
te percibí de corazón,
audible tu latir,
el blanco y negro
no son suficiente color
y solo te divisé
en una sístole epistolar.
No supe advertir
las advertencias de precaución
y envié a playas mi timón.
Descalzo yo soñé
con verte diez mil días después,
hoy solo he querido
tu mano sosteniéndome
porque siento naufragar.
He soñado
recorrer
contigo mi andar,
reírnos sin final
mil años me da igual.
No sueltes mi mano
que no sé navegar
solo necesito aferrarme a ti
para resistir el vendaval.
Aguarda ahí
que si lo haces yo aguardaré,
hazme el favor
de sostenerte ahí
para yo seguir en pie.
Aguarda y dame la mano por favor
que soy más frágil que lo que ves.
Respira y hazlo por mi
porque siento que olvidé
lo que es hacerlo de verdad.
Renuncio a mi silla y te la doy
con el hecho que estés aquí.
No arruges las fuerzas
y conóceme
que muero
por darte la mano y que
aprietes mi dedo aunque sea una vez
hazlo una vez,
ven
y con tal de verte
te prometo que me voy...

lunes, 7 de agosto de 2017

La Hora

Paso la puerta transparente y esta retorna lento a cerrarse tras de mí. Dirijo mis pasos al aparato que la hace de host, digito en su pantalla el motivo de mi visita y en respuesta me imprime un papel cuadradito con un número que indicará en la pantalla el turno y al número de escritorio donde seré atendido. Mi reloj de pulsera pareciera estar alejado en negativo cinco minutos al huso horario del banco. Saco mi celular para corroborar la hora y éste indica exactamente la misma hora que se muestra en el reloj de mi muñeca. Aún no he terminado de ver la hora y se asoma un agente en saco y corbata para recordarme que el rótulo pegado en la puerta prohíbe el uso de teléfono dentro de la agencia. Lo dice con tono y expresión áspera, tan contraria a toda la publicidad en los afiches y rótulos mostrando personas bonitas, jóvenes y tan risueñas como si la felicidad radicara en el préstamo, en la tasa de interés o la hipoteca que promocionan de forma saturada. Tanta sonrisa da la impresión de estar ingresando a una clínica dental. El único que no sonríe es el recién nacido de uno de los afiches quien ve a su madre con la típica mirada perdida de los neonatos.

Veo derredor y empiezo a observar y todo es tan frío, tanto como el aire que puja la máquina de aire acondicionado. Cuatro inexpresivos cajeros muestran el mismo rótulo que reza que se hayan fuera de servicio, como si de aparatos arruinados se tratara. Todos iguales en un rígido mutis enfundados en el mismo saco gris y corbata roja, todos digitando de manera mecánica datos que tienen en una considerable pila de hojas a su derecha; mirada al papel, mirada al monitor. Mi reloj ya indica las dos pasado del meridiano, el del banco lleva los mismos cinco minutos de delantera que intuyo como mensaje subliminal de lo ventajosos que pueden ser ahí dentro o del mensaje implícito de algún múltiplo de tasas o porcentajes de saldos e interés, de plazos que podrían redundar en cifras carcelarias o calendarios. A lo mejor solamente sea un desajuste de minutos inocente de parte del jefe de agencia, aunque sea bien sabido que ahí dentro no hay nada inocente, ni siquiera el rostro del recién nacido del afiche con su mirada de perdido. Asumo que no debe ser ni su madre ni su padre quienes lo arrullan, asumo también que los verdaderos padres no deben de ser tan bien parecidos como quienes lo cargan en brazos emulando serlo. Ni el pobre niño guarda algo de inocente en su expresión, denota cierto susto, extrañeza, pareciera que dos segundos después del flash de la foto estalló en llanto y la joven de la foto tuvo que pasárselo a su mamá biológica quien debió llevárselo al pecho y susurrarle algo que susurran las madres para calmar a las criaturas.

Nadie suaviza su expresión, todos absortos en lo suyo, afuera sucede un mundo y todos dentro de esa caja de vidrio prendidos de ojos a un monitor, los cajeros digitando y los clientes esperando a que el monitor cambie el turno y avance aunque sea uno. Pero todos se hayan con rótulo de fuera de servicio y expresiones de maniquíes articulados. La pareja de la par tiene un diálogo secreto como si su plática la estuvieran teniendo dentro de una capilla. Es que todo es tan frío y tétrico que el ambiente no se asemeja a una vela de cuerpo presente por todos los cubículos de cristal y las franjas grises y rojas en todo alrededor y claro, por todos esos dientes blancos pegados por todos los rincones. De igual modo su plática la siguen teniendo como el susurro de alguien en el confesionario.


Ingresa otro cliente, asumo que es su cumpleaños porque la ropa que trae aun tiene los dobleces de la boutique, viene recién rapado con la peineta cero, no acepta ayuda del guardia para digitar el motivo de su visita, él quiere tener la experiencia, independencia o autosuficiencia de hacerlo. Se sienta a mi lado, saca de la bolsa de su camisa nueva unos lentes de sol grandes, demasiado grandes para su rostro y cabeza rapada y se los pone. Incluso afuera está nublado, no tardará mucho en llover. Coje un libro y lo abre, es un libro blanco sin portada que diga mayor cosa. Vuelvo la vista al reloj y sigo observando. Dos con ocho. Me dirige la palabra y vuelvo la vista para saber la pregunta pero no es conmigo, es el rapado leyendo en voz alta la prédica de su libro. Lo veo dos instantes y entiendo que no debe estar muy calibrado de la mente. La pareja interrumpe la plática que llevan a susurros para observar al tipo leyendo las líneas que habrán de salvar su alma y con suerte las nuestras. Vuelvo la vista a los cuatro escritorios y la lectura a viva voz es lo único que consigue hacerlos despegar sus ojos mecánicos del monitor y las hojas. Uno de ellos estira su brazo para estirar la manga de su saco, observa su reloj, devuelve su mirada y presiona la tecla que muestra en el monitor que ha llegado mi turno y da vuelta a su rótulo. Dos minutos después mi trámite se encuentra concluido, presiona la tecla y en el monitor un pito indica un nuevo turno. Abro la puerta, salgo y ésta se cierra sola tras de mi haciendo más quedo la prédica del rapado, afuera el aire está más tibio aunque la nube indica que pronto va llover y una gota gruesa que se estrella contra mi hombro me lo confirma.

miércoles, 7 de junio de 2017

Reflexiones I

Parpadeo, como intentando desamontonar las ideas. No lo consigo. Es casi tan efectivo como ordenar la habitación tan solo cerrando la puerta. Un alijo de reflexiones con el que intento engañarme vandaliza mis pensamientos una y otra vez. Como sucede con la gula, la belleza también debiera condenarse a infierno o manicomio.

Pensar demasiado en la gula o la belleza también tiene consecuencias, revuelve el cieno y de sus ondas revueltas se dibujan los fantasmas que no vienen a aportar ayuda al parpadeo. Un manojo de sabiduría parece trivialidad; otro manojo de sandeces, fundamental.

Los ritmos ampollan de nuevo la llaga y juntas vienen las voces que parecieran brotar de la fístula repetida que algún día se olvidó. Los ecos resuenan en los espacios vacíos, son esas voces repetidas que rebotan hasta alejarse o hartarse. Sin embargo queda la duda de que si el murmullo se aleja, se fatiga o desaparece porque consigue colarse por el oído a hacer nido junto al pozo de los pensamientos.

Las sonrisas que se escuchan en la cabeza o los gritos, rebotan contrario a lo que se cree, rebotan persuasivos, siendo la mente quien debe catalizar los murmullos del eco. Vienen de todas direcciones, envueltos en sueños, tristezas, alegrías o pesadillas. Qué bien resultan entonces los ritmos e inútil se percibe la montaña de éxito material.

Parpadear para desamontonar puede hacer perder la cordura, largo patio para las otras ideas que van lejos. Se pierde plenitud. Aflora como posible, otra lejana meta. Son otros espirales, otros ecos que  parecieran decir que tener suficiente es no tener nada, oportuno momento para las sombras y fantasmas que secunden la idea que sea.

Habrá que apartarse a buscar locura que mengue la represa. Una locura que cure otra. Otra luna que eclipse la ya existente o esperar al dictamen del embalse. El licor con el mareo trajo amnesia y horas luego, resaca. La paz duró lo que el mareo, luego vino el martillo. El humo, hospital…




miércoles, 12 de abril de 2017

El llanto y las piedras

Obcecado, musitó algunas palabras para luego derramarse sobre sus brazos. Se aletargó como lo hacen las bolsas plásticas que ni se hunden ni flotan y se arrancó de este mundo en murmullo. En su sollozo una gota rodó hasta la punta de su nariz; pensó en el río, en las ene gotas que unidas forman su caudal. Un pensamiento llevó a otro y terminó figurándose al mar, en las gotas fundidas en infinito con la sal.

Abrió los ojos y vio frente a sí, a escasos centímetros de sus ojos, el montón de piedras que formaban el asfalto, volvió la vista hacia un costado y el ennegrecido se advertía infinito en rugosa perspectiva. Se sintió aún más insecto al observar la superficie como un campo lunar desde donde lo veía.

Sus manos hacían trípode con su frente, agudizó sus yemas para estimar, sin recurrir a los ojos, la dimensión de las piedras que hacía esa textura que veía, que sentía. No sobrepasaba en redondez del tamaño de cualquiera de sus uñas. Se puso de rodillas y las vio aún más pequeñas. Volvió la vista al césped y el patrón de las gotas y el río se repetía en las hojas de la grama como en las piedras del asfalto. Se puso de pie; pensó en la analogía del cielo y las estrellas, los respiros y la vida sin parpadear mucho. Se sacudió las mangas del pantalón, se secó el llanto de los ojos con la manga de la camisa y se alejó caminando.